Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA AVENTURA DEL AMAZONAS



Comentario

El disbarate y muerte de Aguirre


Entretanto que el dicho tirano estuvo en la Valencia domando potros, que fue primero su oficio en Pirú, los más vecinos de la gobernación de Venezuela se allegaron y recogieron en la ciudad de Barchicimeto, donde estaba su Capitán general; y allí se juntaron en pocos días más de ciento y cincuenta de a caballo, deseosos de servir a su Rey y defender sus casas y haciendas de tan mal tirano. Y en este tiempo, estando todos suspensos, y temerosos y dudosos, que no sabían del dicho tirano, ni dónde estaba, ni qué hacía, ni por dónde ni cuándo había de venir, y que cada día se aumentaba la fama de sus crueldades, que no dejaba de ponerles harto miedo, fue Dios servido que les trujo a su campo uno de sus marañones, que había venido con los dichos tiranos hasta la isla Margarita, y desde allí se había huido llamado Peralonso Galeas, hombre viejo y de crédito, el cual procuró de pasar en una canoa a Tierra-Firme y desde Maracapana a la Burburata, y a la Valenciana, donde estaba escondido cuando llegó el tirano allí; y dejándolo en la Valencia, se vino a Barchicimeto al campo de Su Majestad; y algunos del dicho campo, como estaban temerosos y rescatados, dijeron que no se debían fiar del dicho Peralonso, que podía ser echadizo para que los espiase; y pusieron en él sospecha, y echaban diversos juicios; pero tratándole y conversándole, en su poca malicia conocieron su lealtad, y se holgaron con él mucho, porque les dio particular cuenta del dicho tirano y de su gente, y de las armas y municiones y artillerías que traían, y el número de la gente, que todos deseaban saber; y les dio esperanza cierta de victoria, diciéndoles que, sin les dar batalla, los destruirían, porque los demás hombres de bien que traía el tirano, viendo el campo y estandarte real de Su Majestad, se pasarían a él, porque estos tales deseaban mucho servir a Su Majestad; salvo algunos que eran amigos del tirano y estaban prendados que éstos no serían más de hasta sesenta o pocos más. Con estas nuevas, se les quitó a los del campo de Su Majestad gran parte del temor que tenían, y rescibieron gran contento, porque les habían dicho, y ellos creían, que el tirano traía mucho más poder del que el dicho Peralonso les había dicho y certificado; y con esto, lo creyeron e hicieron mucha honra, y de allí lo enviaron al Tocuyo, y que diese cuenta a su gobernador Pablo Collado, que estaba enfermo del corazón, según se entendió por lo susodicho.

Partido ya el tirano de la Valencia, como habemos dicho, y caminando para Barchicimeto, en el camino se le huyeron ocho o diez soldados y se fueron al monte; y visto por el tirano, blasfemaba y renegaba y hacía bramuras, y dijo sospirando: "¡Oh, pese a tal! que bien he dicho yo que me habíades de dejar al tiempo de la mayor necesidad. ¡Oh, profeta Antoñico, que profetizastes la verdad, que si yo a ti te hubiera creído, no se me hubieran huido estos marañones!" Y esto decía por un muchacho, llamado Antoñico, que servía al dicho tirano, el cual le quería mucho; y el muchacho le decía muchas veces que no se fiase en los marañones, que se habían todos de huir y dejarlo; y cada vez que se le huía alguno, luego acudía al profeta Antoñico y decía: "Veis aquí quien me ha profetizado esto muchos días ha." Pero un su almirante, Juan Gómez, tan perverso como él, y aún creo que peor, le dijo: "¡Oh, pese a tal, Señor, qué bueno andaba vuestra merced el otro día, si como fueron tres fueran treinta!" Y esto decía por los tres soldados que había muerto al partir de la Valencia. Y dijo más este dicho Juan Gómez: "¡Oh, pese a tal, señor, que hay por aquí muchos y buenos árboles!" Desde a dos o tres días que caminó, dio en unas rancheras de negros de los vecinos de la Gobernación, y por hacer comida, se detuvo allí un día, y principalmente por recoger los dichos negros, de los cuales él se pensaba ayudar, y traía en su campo quince o veinte dellos con su Capitán general, a los cuales decía que eran libres, y que a todos los que se le juntasen había de dar libertad; y hacíales tan buen tratamiento, y aún mejor, que a los españoles; y ellos, con este favor, hacían fuerzas y robos, y muertes, y otros daños y males; y el tirano se holgaba dello, y aún para más les daba licencia; pero aquí le salió en vano su trabajo, porque los dueños de los negros, sabida su venida, los habían puesto en cobro. Otro día, siguiendo su camino, le llovió un aguacero pequeño al subir de una cuesta pequeña, que como era agria y estaba lodosa, y las cabalgaduras que traían sus cargas y municiones eran las más yeguas cansadas, resbalaban y caían, sin poder dar paso adelante; lo cual, visto por el tirano, dijo tantas blasfemias contra Dios y sus Santos, que a todos los que lo oían ponían temor y espanto; y dijo muy enojado: "¿Piensa Dios que porque llueva no tengo de ir al Pirú y destruir al mundo? pues engañado está conmigo." Y estas y otras semejantes blasfemias duró hasta que acabaron de hacer en toda la cuesta escalones, con azadones, y las cabalgaduras acabaron de subir. Entretanto que él aquí se detuvo, los de su vanguardia, que no supieron nada, caminaron mucho, que pensaban que todos les seguían; y cuando el tirano acabó de subir arriba, y no vido casi ningún soldado, comenzó a blasfemar otra vez de veras, y dijo a Juan de Aguirre y a su Capitán de la guardia, y a otros amigos que estaban con él: "Yo, señores, os profetizo que si en esta Gobernación no se nos allegan cuarenta o cincuenta soldados, que no lleguemos al reino, según las voluntades que en mis marañones conozco." Y fue con grande enojo y a gran priesa hasta alcanzar la vanguardia, y ultrajando y vituperando los soldados y capitanes, los hizo volver atrás a lo alto de la cuesta. Llegado al valle que dicen de las Damas, lleno de maíz, junto a un río, de que el tirano se holgó mucho, que ya les comenzaba a faltar la comida, y para hacerla, se detuvieron aquí un día. Aquí dicen que, desabrido y desconfiado de sus marañones, entró en consulta con sus capitanes y amigos, y determinaba matar a todos los sospechosos y enfermos, que serían más de cuarenta, y quedarse con cien soldados de los más sus amigos; pero algunos de la dicha consulta le fueron a la mano, movidos por Dios, que no consintió que tal crueldad se efectuase; y así cesó por entonces este su mal propósito. Otro día, de mañana, partido de allí, caminó con gran priesa hasta la noche, y paró junto a una acequia de agua, y este día vido corredores del campo de Su Majestad que estaban en Barchicimeto, ocho leguas de allí; porque, sabido en el dicho campo la venida del tirano, salió el Maese de campo, Diego García de Paredes, a los reconocer y hacer algún daño, si hallase coyuntura, con catorce o quince de a caballo. Aquí en este valle, en un paso de montaña, se encontraron de repente los unos con los otros, y los tiranos dieron arma en su campo, y los del Rey, como lo vieron, quisieron revolver tan presto para atrás, que como venían unos tras otros, y el camino era estrecho, y de monte, con la priesa del revolver, unos a otros se embarazaron y se hicieron gran estorbo, de manera que, antes que se desembarazasen, dejaron allí dos lanzas y ciertas caperuzas monteras que, con la priesa, se les cayeron, y se retiraron atrás a unas cabañas, donde durmieron aquella noche.

Por el dicho tirano vistos los corredores del campo de Su Majestad, todos se pusieron en arma, y el tirano Lope de Aguirre mandó poner la gente a punto, y que los arcabuceros encendiesen las mechas, que los tomaron descuidados los dichos corredores, tanto, que no se halló en todo su campo más de una o dos mechas encendidas; y descansando el tirano en aquella acequia tres o cuatro horas, estuvo mofando y burlando de la gente del campo de Su Majestad, así de las lanzas que se les cayeron, como de las monteras, que las más eran de algodón, muy viejas y grasientas, y decía a sus soldados: "¡Mirad, marañones, a qué tierra os ha traído la fortuna, y dónde os queréis quedar y huir! ¡Mirad qué monteras los galanes de Meliola! ¡Mirad qué medrados están los servidores del Rey de Castilla!" Y a cabo deste tiempo, con la luna que hacía clara, caminó toda la noche, llevando puestas guardas secretas a los soldados que tenía por sospechosos, porque no se les huyesen; y ya que llegaban cerca donde estaban durmiento los corredores del campo de Su Majestad, fueron dellos sentidos; y viendo ellos que ya no podían hacer ningún daño al dicho tirano, porque ya los habían visto, se fueron a su campo y dieron nueva de la breve venida del tirano; y sabido, entre todos fue acordado que, porque el campo estaba alojado dentro del pueblo, y si allí el tirano les acometiese de noche o de día, les ternía gran ventaja, por ser todos ellos arcabuceros, y que las cosas y paredes les eran reparo, y los del campo de Su Majestad eran todos de a caballo; y por esta causa acordaron que el campo se mudase de allí y se saliese a la hora so cerca de unas cabañas anchas y llanas que están junto del dicho pueblo, para poderse mejor aprovechar de los caballos, y se alojaron en una quebrada en medio de las dichas cabañas, adonde tenían agua, y llevaron todo el bastimento necesario para ellos y sus caballos.

Caminó el dicho tirano Lope de Aguirre con su gente toda la noche y otro día hasta hora de vísperas, sin parar, y a esta hora, ya que estaban legua y media de Barchicimeto, paró y se alojó por allí aquella noche, y mandó asentar su artillería al camino del dicho pueblo; y puesta su guardia y centinelas, envió desde allá una carta a los vecinos de Barchicimeto con un indio ladino del Pirú, en que les decía que no se huyesen ni dejasen su pueblo, que él les prometía que a nadie haría mal ni daño, y que no quería dellos ni de toda la Gobernación más de la comida y algunas cabalgaduras, pagándoselas; y que el que de su voluntad le quisiese seguir e ir con él, que le haría buen tratamiento en todo, y la daría de comer en el Pirú; y que si se huyesen dél, les prometía de quemar y asolar el pueblo y destruirles los ganados y sementeras y hacer pedazos todos los que dellos pudiese haber.

Durmió el tirano allí aquella noche con toda su guardia y buenas velas, y otro día, por la mañana, que fue miércoles, veinte y dos de octubre de mil y quinientos y sesenta y un años, caminó hacia el pueblo de Barchicimeto, y mandó públicamente a todos los suyos que cualquier soldado que saliese del campo tres pasos, que le matasen a arcabuzazos; y ya que llegaba cerca del campo de Su Majestad y del pueblo, vido la gente del Rey muy cerca de sí, que le estaba aguardando en lo alto de una barranca del otro camino, al cabo del pueblo, de manera que entre los unos y los otros estaba el pueblo; y el tirano, aguardando en la playa de un río que es allí junto, y recogiendo su gente y poniéndola en ordenanza, y los de quien él más se fiaba en la vanguardia, y con todas sus banderas tendidas, que eran seis, las cuatro de campo y las dos estandartes, comenzó a caminar hacia ellos con el recuaje y servicio puesto a las espaldas de sí; y ya que llegaba cerca, mandó disparar gran salva de arcabucería, echándoles grandes cargas para que diesen mayores respuestas, pensando con aquello poner temor a los contrarios; y mandó luego dar otra vez carga, y que cada arcabucero echase pelotas con alambre para que hiciesen más daño, que son desta manera: dos pelotas de plomo, y asidas la una de la otra con un hilo de alambre, algo grueso, de largo de palmo y medio, en manera que no se pudiesen deshacer; y así tiradas, van cortando y despedazando cuanto topan. La gente del campo de Su Majestad, viendo los tiranos ya cerca de sí, comenzaron a bajar del barranco a lo llano, con estandarte Real alzado, y caminaron hacia ellos, y los tiranos asimismo, de manera que en el dicho pueblo se juntaron y entre las casas y calles dél se trabó entre los unos y los otros una escaramuza, de manera que faltó poco para venir en rompimiento; pero los capitanes del campo de Su Majestad lo estorbaron y hicieron retirar a su gente, aguardando mejor coyuntura; y, cierto, fue buen acuerdo, porque si entonces rompieran, no pudieran dejar de rescibir grandísimo daño, porque la gente del tirano eran todos arcabuceros, y tenían por reparo las casas y bahareques del pueblo; y viendo a los del Rey venir tan determinados, y no sabiendo su intención, ni si hallarían en ellos misericordia, si se les pasasen, por ventura pelearan todos con buenas ganas, y sabe Dios lo que fuera; y así, los del campo de Su Majestad se tornaron a retirar a la barranca, y el tirano se quedó en el pueblo, y alojó su campo en una cuadra cercada, de alto de más de dos tapias, almenado todo a la redonda, que eran las casas del capitán Damián de Barrio, vecino de dicho pueblo, lo cual hizo, lo uno por estar más guardado de la gente de caballo, y lo otro por tener allí guardados los sospechosos, que no se pudiesen huir al campo de Su Majestad, que era lo que los hombres de bien que traía deseaban, los cuales no eran mucha cantidad.

Retirados los del campo de Su Majestad a la barranca, se estuvieron allí gran rato por ver lo que hacía el dicho tirano y su gente, y aguardando asimismo si alguno se le pasaba, como el Peralonso les había dicho; y como nadie no venía, se volvieron a descansar a su alojamiento, dejando sobre el campo del tirano doce de a caballo por corredores. Y en esto el Maese de campo, Diego García, con ocho de caballo, fue, sin ser visto de los dichos tiranos, y dio en su retaguardia, y les tomó cierto bagaje que venía muy atrás, y les tomó cuatro cabalgaduras con alguna ropa, y entre ello alguna munición de pólvora de su artillería, que hizo harto provecho a los del campo de Su Majestad, que para los pocos arcabuces que tenían no había munición. Después de se haber aposentado los tiranos en aquel cercado, como se ha dicho, salieron algunos de sus soldados por las casas del pueblo a buscar y recoger lo que en ellas había, y en las dichas casas hallaron muchas cédulas de perdón que decían que el licenciado Pablo Collado, gobernador de aquella provincia, perdonaría a todos los que se pasasen a su Real servicio, de todos y cualesquier delitos que hubiesen cometido en la dicha tiranía, con tanto que hiciesen esto antes de dar reencuentro y batalla a la gente y campo de Su Majestad. Y algunas cédulas fueron a manos del tirano, que sus amigos se las llevaron; y él, haciendo juntar a toda su gente, les hizo un largo razonamiento diciéndoles que considerasen las muertes y daños que habían hecho, y que tuviesen por cierto que el mismo Rey no les podía de justicia perdonar, que cuanto menos podía un gobernadorcillo bachillerejo de dos nominativos, y que aquello era para los engañar, como habían hecho a Martín de Robles, y Tomás Vázquez, y Piedrahita y otros que, con los perdones del Rey, los ahorcaron, y que escarmentasen en cabeza ajena, pues era claro lo que les decía, y otras muchas cosas que les ponía por delante. Andando, pues, los soldados del tirano por el pueblo, después de haber recogido lo que por las casas hallaron, por mandado del tirano, sus allegados amigos les pusieron fuego; y quemándose una casa cercana de la iglesia, el fuego saltó en ella y se quemó toda, y dicen que el tirano, viendo el fuego encendido, mandó sacar los ornamentos e imágenes, y los hizo guardar; y asimesmo se quemó la dicha iglesia y casi todo el pueblo, que no quedaron sino unas pocas de casas a un lado, las cuales los del campo de Su Majestad, viniendo secretamente, las quemaron, porque estaban en daño suyo y aparejadas para que desde allí los tiranos los hiciesen daño.

Aquella noche durmieron en un campo y el otro con buena guardia, relevándose y guardándose cada una de su contrario; y otro día, jueves al cuarto del alba, dieron los del campo de Su Majestad una arma a los dichos tiranos con cinco arcabuces solos que tenían; y el tirano, que sintió el rebato, mandó que todos callasen y estuviesen prestos; y en amaneciendo, echó el tirano hasta cuarenta arcabuceros, y les mandó que escondidamente fuesen por una quebrada arriba, y acometiesen a los que les habían dado el arma; y ellos lo hicieron tan bien, que, sin ser vistos ni sentidos, dieron sobre ellos, donde se trabó una escaramuza, y sin que hubiese ningún herido, cada cual de las partes se retiraron a su campo. Y este mismo día, jueves, ya tarde, vino al campo del gobernador Pablo Collado, que hasta entonces había estado malo en el Tocuyo, y por aquella causa no había venido, aunque hubo muchos que se lo atribuyeron a mal; y con él venía el capitán Pedro Bravo con veinte hombres de a caballo, de Mérida, los cuales, sabiendo ya que el tirano Aguirre estaba en la gobernación de Venezuela, deseosos de servir a Su Majestad y ganar honra, vinieron en socorro de los vecinos della desde la dicha ciudad de Mérida, que es término del nuevo Reino de Granada, sesenta leguas del pueblo de Barchicimeto, y con su venida dieron gran ánimo y alegría en el campo de Su Majestad, tanto, que se contaban ya por vencedores, y no tenían en nada al tirano, y con mucha razón, porque se hallaban ciento y ochenta hombres de a caballo, y hombres de bien y de vergüenza, y deseosos de servir a Dios y a su Rey y señor natural, y defender sus mujeres y hijos, casas y haciendas de tan malos, perversos y crueles tiranos, y morir haciendo lo que debían. En todo este tiempo no dejaban de andar corredores sobre el campo del tirano; lo uno, porque no tuviesen lugar de salir a tomar comidas ni cabalgaduras, y lo otro, porque si algunos de los del tirano se quisiesen pasar al Rey, como les había dicho Peralonso, que hallasen aparejo y socorro en los dichos corredores para guardarlos y llevarlos al campo de Su Majestad.

Algunos soldados de los que en el campo del tirano estaban, deseosos de servir a Su Majestad, y de pasarse a su campo, no tuvieron coyuntura para lo poder hacer, por estar encerrados en aquel cercado de tapias, y por la gran guardia que de noche y de día el tirano tenía de sus amigos, hasta el tercero día, que fue viernes, que se pasaron dos soldados del dicho tirano al campo de Su Majestad, con dos arcabuces; el uno llamado García Rengel, y otro Guerrero; los cuales dieron esperanza de que se pasarían otros muchos, y ayudaron con su llegada mucho, porque se acabó de confirmar lo que les había dicho Peralonso; y señaladamente dijeron estos dos soldados que se pasarían un Juan Jerónimo de Espíndola, capitán del dicho tirano, y un Hernán Centero, que éstos sin falta lo harían, en teniendo lugar, con la más gente que pudiesen. Los del campo de Su Majestad hicieron buen acogimiento a los dichos soldados y les dieron caballos, y iban con los corredores a hablar a los del tirano para que pasasen. La noche siguiente envió el dicho tirano al Capitán de su guardia Roberto de Coca, y al capitán Cristóbal García, con otros amigos y paniaguados suyos, hasta sesenta arcabuceros, a que con diligencia y secreto buscasen el lugar donde estaba el campo de Su Majestad, que no lo sabían, y diesen en él, e hiciesen todo el daño que pudiesen, y tomasen los caballos, de que el tirano tenía gran falta y nescesidad, y que se recogiesen luego a su fuerte, que otro día, de mañana, él saldría con la demás gente a le socorrer y hacer espaldas, aunque los más destos soldados no sabían a qué iban, mas que pensaban que a buscar cabalgaduras y ganados, que así lo habían publicado el tirano y sus amigos. Y caminando de noche en busca del campo de Su Majestad, fueron sentidos de un capitán, Romero, que venía a la sazón del pueblo de Nira, que es en la dicha gobernación, a servir a Su Majestad, con ocho o diez compañeros; y andando por aquellas çabanas en busca del campo del Rey, vio a los dichos arcabuceros; y como los vio todos a pie, conosció que eran de los tiranos; y sospechando lo que era, a gran priesa, dando voces, atinó hacia donde le paresció que podía estar el campo de Su Majestad; y topando con los corredores, les dijo lo que había visto; y él con ellos avisaron con brevedad al campo de Su Majestad que, aunque tenía buenas guardas y centinelas, estaban bien descuidados de aquello; y toda la gente cabalgó y salieron en busca de los dichos tiranos; y como no topasen con ellos en gran rato, por ser de noche, acordaron que el Maese de campo quedase con sesenta de a caballo buscando los dichos tiranos, y que si los hallasen no se quitasen de sobre ellos hasta la mañana, porque no tuviesen lugar de hacer lo que pretendían; y toda la demás gente se volvió a reposar a su alojamiento; y el dicho Maese de campo, con la dicha gente, anduvieron casi toda la noche buscándolos; pero ellos, viendo como eran sentidos y que su propósito no podía hacer efecto, se escondieron en un vallete pequeño de çabana alta, donde no podían ser vistos, sino pasando por ellos. Y el Maese de campo y los que iban con él, cansados de buscarlos, y no los pudiendo hallar, se volvieron a su campo, donde estuvieron toda la noche en arma, sin reposar ni dormir, porque como sus corredores y centinelas sentían cualquier ruido, y ya sabían que la gente del tirano andaba fuera, pensaban que eran ellos, y no hacían sino dar armas por una y otra parte.

Venida la mañana, fueron descubiertos los tiranos en la çabana, y todo el campo de Su Majestad fue sobre ellos; y no atreviéndose los del tirano a esperar en lo llano, enviaron a pedir socorro al tirano, y se retiraron a una barranca de un río que estaba cerca dellos, que es alta y de montaña, y allí se hicieron fuertes, por temor de los caballos; pero no tardó mucho el tirano Lope de Aguirre en los socorrer, que le vino nueva cómo estaban; y luego se partió del fuerte con veinte y cinco o treinta arcabuceros y la bandera de su guardia tendida, que era negra, con dos espadas sangrientas en medio della, y tocando con una trompeta y un atambor; y juntándose con la demás gente, salieron todos a lo llano, y entre los unos y los otros se trabó una hermosa y bien trabada escaramuza; y aunque los del campo de Su Majestad se iban retirando, era para sacar a los del tirano a lo llano, y desviarlos de una barranca que allí estaba, para se poder aprovechar de los caballos; y el dicho tirano los iba siguiendo a gran priesa; y desque estuvieron apartados a su voluntad, y bien en lo llano los del campo de Su Majestad, volvieron sobre ellos con gran ánimo. Aquí se trabó la escaramuza bien brava y reñida; de suerte que la gente del tirano no tenía piquería, y así se comenzaron a turbar, viéndose acometer por todas partes, que casi los tenían cercados. Andando, pues, en la dicha escaramuza un Capitán de caballos del dicho tirano, llamado Diego Tirado, andaba encima de una yegua, y salía a hacer algunas arremetidas contra los del campo de Su Majestad, pareciéndole coyuntura, y que muy a salvo y sin riesgo ninguno lo podía hacer; y dando una arremetida, como solía hacer, se pasó al campo de Su Majestad; y luego el tirano se comenzó a retraer, muy espantado de que el Diego Tirado se le había huido. Y para que la gente suya no cobrase ánimo para hacer lo mismo, el tirano comenzó a decir: "¡Ah, caballeros, reportaos! que Diego Tirado yo lo envío para cierto negocio que nos conviene a todos; y tené creído que no se fue sin mi licencia". Y esto hacía cautelosamente para que no le desamparasen. Y como Diego Tirado se pasó, fue llevado al gobernador Pablo Collado, y él y los demás oficiales del campo de Su Majestad se holgaron mucho con él y le hicieron mucha honra; y el dicho gobernador Pablo Collado le dio un caballo bueno en que él andaba; y como se vido a caballo el Diego Tirado, revolvió sobre la gente del tirano dando voces: "¡Ea, caballeros!, ¡a la bandera Real!, ¡al Rey, que hace mercedes!" Que, cierto, en esto él lo hizo bien para restaurar y enmendar su vida y vivir que en tiempo atrás había tenido; porque entre los hombres no debemos juzgar su intención, sino las obras que cada uno hace; y esto no lo digo sino por tratar verdad, como es justo que todo hombre de bien se precie de tenerla por principal pieza de su arnés; y porque los señores Oidores me mandaron hiciese esta relación por la vía y orden que yo pudiese, y en ella declarase todo lo subcedido en aquella jornada, porque había de ser enviada desta Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada a los señores del Consejo Real de Su Majestad en corte de España. Así que quiero decir, que el dicho Diego Tirado vino a este Nuevo Reino de Granada a los señores del Consejo Real de Su Majestad, no con poca presunción y pretensión de que Su Majestad le hiciese mercedes y gratificase sus servicios, que para cada uno dellos tenía trescientos deservicios hechos; porque si él fuera bueno y verdadero servidor de Su Majestad, muchas veces lo pudo mostrar con la obra, sin aguardar al cabo y al fin del tirano; porque él fue uno de los tres primeros que entraron en el pueblo de la isla Margarita, apellidando la voz del tirano, y prendiendo, y hiriendo, y rindiendo las justicias y gente del pueblo; y uno de los que tomaron y saqueron la Caja Real, y la hicieron pedazos; y siempre, como caudillo y capitán del tirano, tenía los buenos caballos que en el campo había, así de los que tomaron al gobernador D. Juan de Villandrando y los alcaldes del Rey; y en los dichos caballos andaba en las estancias de la dicha isla saqueando y alanceando los vecinos della. Pues es claro y notorio a todos que en la isla Margarita ciertos indios flecheros le aguardaron un paso, porque les había quitado sus mujeres y se las traían; y los indios, por ver si podían tornar a haber sus mujeres, salieron a ellos con buenas flechas, y los hirieron a todos; que era caudillo y capitán Diego Tirado, y con él Roberto de Coca, y un Diego Sánchez Bilbao; y los indios les quitaron las mujeres, y ellos vinieron peligrosamente heridos. Y tiempo tuvo, y no poco, para hacer su pasada al campo del Rey, porque en la isla se pudiera quedar, como otros lo hicieron; e ya que no, bien pudiera dejar de pedir mercedes a Su Majestad; que decía que él solo era el que desbarató al tirano, quitando a muchos sus ventajas, que bien sabía que otros habían hecho; pero como sea cosa cierta que la verdad bien puede adelgazar y no quebrar, fue Dios servido que hobiese quien la procuró decir; y a estos señores de la Audiencia Real les constó ser así bastantemente, y que hobo quien se aventuró y padesció más por servir al Rey que no él; y bastara contentarse como los demás, que se fuera lo uno por lo otro. He dicho todo esto, porque hicieron cierta relación, con que vivían muy engañados muchos en decir que merescía Diego Tirado que Su Majestad le hiciese mercedes; y así las alcanzó, que por principal negocio tuvo que lo enviasen preso a la gobernación de Venezuela, remitido su negocio al Gobernador della. Y también no soy de parecer que se haga relación y la intitulen verdadera, pues en cosas van en contrario della; y en especial, cosas que han de ir a poder de Su Majestad y a los de su muy alto Consejo, han de ir muy atentadas y comprobadas por personas que hayan pasado por ello, y que se han de creer, porque de esta manera, creo, no se pueden errar de dar a cada uno el premio y galardón de lo que merescen.

En esta escaramuza que aquí he dicho que se trabó, acaesció una cosa bien de notar; que, con ser toda la gente del tirano arcabuceros, y andar con los del Rey revueltos, y tirando muy amenudo, no hirieron hombre ni caballo de los del campo de Su Majestad, y ellos, con sólo cinco o seis arcabuces que tenían, hirieron dos hombres de los del tirano, y a él mismo le mataron una yegua que andaba con ella.

Visto por el tirano Lope de Aguirre la pasada de su capitán Diego Tirado, en quien él fiaba más que en ninguno de los suyos, y el arcabuzazo que le habían dado a su yegua, que le espantó y turbó harto, y el ánimo con que le acometían los del campo del Rey, y la flaqueza de los suyos; y como sus famosos arcabuceros marañones no habían herido siquiera un caballo solo de los contrarios, comenzó a conoscer su perdición; y deseando remediar perdición, apeado de la yegua que le habían muerto, y con una lanza en la mano, comenzó a recoger los suyos, ayudándole algunos de sus amigos a lanzadas, a la mayor priesa que pudo, llevándolos por delante hacia la barranca que habemos dicho; y los del campo de Su Majestad tras él, para le desbaratar; y sin parar allí, se fue a toda priesa a su fuerte, porque temió que le tomasen los del campo de Su Majestad; y si ellos cayeran en ello, por allí le pudieran desbaratar más presto, porque había quedado en él poca gente, y enfermos, y no de mucha confianza. Y vuelto el tirano a su fuerte, y bien descontento, comenzó a vituperar sus soldados y capitanes, llamándoles cobardes y para poco, y decía asimismo: "Marañones, a las estrellas tiráis". Y luego comenzó a desarmar algunos de los que tenía por sospechosos, y puso gran guardia en su campo, de sus mayores amigos, porque no se le huyese ninguno. Otro día siguiente, determinó con algunos de sus amigos a hacer una gran crueldad, y fue que hizo una lista de todos los soldados que tenía por sospechosos, y los que estaban enfermos en su campo, para los matar a todos, que serían más de cincuenta hombres, y con los que le quedaban, retirarse a la mar y procurar tomar algún navío, y tomar otra derrota; y teniendo ya para efectuar su dañada voluntad y desarmados los que pensaba matar, comunicando su mala intención con otros sus amigos a quien primero había dado cuenta desto, ellos, conosciendo ya su perdición, y deseando acreditarse en algo para se pasar al campo de Su Majestad, como después lo hicieron, paresciéndoles que ya no tenían otro remedio, se lo estorbaron por buenas razones, diciendo que cómo se podían conoscer los sospechosos, si no era cuál y cuándo; y que pensando que mataba a los tales, por ventura mataría a los que le seguirían y serían amigos; y, por el contrario, podría dejar vivos los que le podían ser contrarios; y que lo juzgase por su capitán Diego Tirado, que era uno de los en quien él más fiaba y se le había huido; y que no era tiempo de matar a nadie, porque, si mataba aquellos de quien sospechaba, que los que quedasen vivos sospecharían otro tanto, y que los había de matar, y de temor desto se le huirían todos, y que por donde pensaba que acertaba podría errar. Y con esto, y con otras cosas que le dijeron, y sobre todo, la voluntad de Dios que no consintió semejante crueldad, los dejó de matar; pero todavía quedó con voluntad de volverse a la costa; y en esta determinación estaba. Y ansí, guardando muy bien los arcabuces que había quitado a los suyos de quien tenía sospecha, y esto, porque, ya que se pasasen al Rey, no llevasen arma con que le dañasen, estúvose en el fuerte, sin salir dél, ni consentir que nadie saliese, tres días. Fue desde el viernes por la mañana, hasta el lunes, ordenando su partida para la mar; y todos estos días tuvo gran guardia de sus mayores amigos, de los cuales tenía por guardia y poco menos culpados que él en la dicha tiranía, y otros de los que tenía desarmados por sospechosos, que serían por todos quince o veinte. Estos días se pasó gran hambre en el campo del tirano, que como él no consentía que nadie saliese, por temor que no se le huyesen, y para ir a buscar comida habían de salir muchos juntos, porque siempre andaban a la redonda del fuerte muchos de a caballo del campo de Su Majestad, para los estorbar que no buscasen comida, y para recoger que no se le huyesen; por manera que, con la hambre comieron aquellos días en el campo del tirano ciertos muletos y perros que mataron, y aun se comieran las cabalgaduras, sino que el tirano lo estorbó, porque las había menester para retirarse a la mar.

En este tiempo, de los soldados del tirano que habían pasado aquellos días al campo del Rey, fueron avisados como el dicho tirano determinaba volverse a la Burburata; y para saber si era verdad, salió el Maese de campo con treinta o cuarenta de caballo, y se pusieron sobre el campo del tirano para ver lo que hacían; y el lunes, por la mañana, que fueron veinte y siete de Octubre del año de mil y quinientos y sesenta y uno, teniendo el tirano desarmados gran parte de su gente, y entre ellos algunos de sus capitanes, y cargada ya su munición, y las armas en las cabalgaduras que allí tenían, quiso caminar hacia la mar, pero ninguno de los suyos le quisieron seguir, diciendo todos a una voz, que de noche era mejor caminar, y que aguardasen a la noche; y tras esto los desarmados comenzaron a decir que a dónde habían de ir sin armas, y que no era bien acordado de volver atrás; que les diesen sus armas y pasasen adelante, que era lo mejor. Viendo el tirano sus voluntades, deseándolos ya contentar, por probar si de aquella manera le iría mejor, aunque ya era tarde para hacer aquella prueba; y habiendo primero pasado entre él y sus marañones algunos coloquios, en que sus marañones le respondían atrevidamente, y quejándose él mucho de sus marañones que lo dejaban y se iban al Rey, le respondió un Juan Jerónimo de Espíndola, su Capitán, diciendo: que no tenía razón de quejarse dellos; que si él cuando en la Margarita y Tierra-Firme se le comenzaron a huir, los dejara, y no los mandara buscar y ahorcar los que hallaba, que entonces pudiera ver los que le quedaban, y qué era lo que tenía en ellos, pero que él y sus amigos traían a los más por fuerza, y que no se maravillase. A lo cual el tirano respondió que era verdad, aunque con harto dolor de su corazón; y quiso matar al dicho Espíndola, y no halló quien le ayudase a ello, porque los que pudieran ayudarle, ya vían su perdición. Y luego el tirano volvió sus armas a todos, y les dijo que se hiciese como ellos lo quisiesen; y hubo algunos que no las quisieron tomar, y el mismo tirano se lo fue a rogar que las tomasen, y les pidió perdón diciendo que un solo yerro bien se podía perdonar; como si sólo en aquello hubiera ofendido a sus soldados; que siempre los había traído avasallados y abatidos y sin libertad, que era lo que había traído por apellido, matándolos y afrentándolos con obras y palabras; y al fin, todos tomaron sus armas; y en este tiempo no hubo ninguno que tuviese ánimo para le matar. Y luego apareció sobre la barranca del fuerte el Maese de campo de Su Majestad con la gente que traía, bien cerca del tirano, a los cuales los del dicho tirano comenzaron a tirar arcabuzazos y hirieron en el pescuezo al caballo en que venía el capitán Pedro Brabo; que sola esta herida se rescibió en el campo de Su Majestad. Y a esta hora, que sería poco antes de medio día, dijeron sus soldados al tirano que querían ir a trabar una escaramuza con aquella gente que se les llegaba muy cerca, y echarlos de allí; y el tirano se los salió a mirar a la puerta del cercado. Y estando en esto, su capitán Espíndola, tomando consigo algunos amigos, a vista dél, so color de lo que había dicho al tirano, se comenzó a pasar a la gente del Rey, y se juntó con el Maese de campo de Su Majestad, y tras él alguna parte de la gente que allí estaba; y el tirano, con harto dolor y tristeza, los miraba cómo se iban; y tornándose a entrar en su fuerte, halló que todos los más que allí habían quedado se habían comenzado a huir por una huerta, saltando los bahareques y tapias del fuerte; y viéndose con no más de seis o siete de los que decían ser sus amigos, y entre ellos un su capitán Llamoso, le dijo el tirano: "Hijo, Llamoso, ¿qué os parece desto?" Y el Llamoso respondió: "Que yo moriré con vuestra merced, y estaré hasta que nos hagan pedazos". Y el tirano volvió el rostro, y vido estar un soldado, que hemos dicho que se había señalado en servir al Rey, que se decía Pedrarias de Almesto, al cual le dijo el tirano: "Señor Pedrarias, estaos quedo, y no salgáis de aquí, que yo diré antes que muera quién y cuántos han sido leales al Rey de Castilla; que no piensen éstos, hartos de matar a gobernadores y frailes y clérigos y mujeres, y robado los pueblos y quemádolos y asoládolos, y hecho pedazos las cajas reales, que agora han de cumplir con pasarse a carrera de caballo y a tiro de herrón al campo del Rey". Y el dicho Pedrarias, no hallándose seguro de las traiciones de aquél, aguardó coyuntura, y como no tenía armas, y estaban centinelas a la puerta del fuerte dos arcabuceros, acordó de arremeter con una lanza que allí estaba, y salir por la puerta dando voces: "¡al Rey!, ¡al Rey!" y los que estaban guardando la puerta hicieron lo mismo. Y luego los negros que estaban con su General salieron diciendo al Pedrarias: "Señor, llévanos al campo del Rey, porque no nos maten en el camino". Y así, luego el tirano perverso, viéndose casi solo, desesperado el diablo, en lugar de arrepentimiento de sus pecados, hizo otra crueldad mayor que las pasadas, con que echó el sello a todas las demás; que dio de puñaladas a una sola hija que tenía, que mostraba quererla más que a sí. Y como al dicho Maese de campo llegó el Pedrarias, y le dijo del arte que quedaba el tirano, y vido que venían con él todos los negros y las guardas que él tenía puestas a la puerta del fuerte, tomando parescer con el dicho Pedrarias que qué se haría, le respondió que ir al fuerte y dar sobre él, y rendirle; y así, el Diego García de Paredes, Maese de campo de Su Majestad, mandó apear a uno de los que allí venían en su compañía, y le dio el caballo al dicho Pedrarias, y le dijo que fuesen ambos delante, y los demás tras él, que serían como hasta quince hombres de a caballo; y fueron de una arremetida al fuerte, y el Maese de campo y el Pedrarias entraron dentro, no con poco temor de la artillería, que pudiera estar el tirano con ella para dispararla en ellos; y fue Dios servido que, como entraron, no había el tirano caído en ello, con su turbación; y allí se apearon, y rindieron el tirano; el cual, como vido que el Maese de campo y el Pedrarias echaron mano, y le amagaban a dar con una espada, dijo: "¡Ah, señor Pedrarias!, ¿qué malas obras os he hecho yo?". Y el Pedrarias le comenzó a querer desarmar, y le quitó un capote pardo con pasamanos que tenía sobre las armas; y luego el Diego García de Paredes le quitó el coselete; y luego llegó toda la gente de golpe, y allí hallaron a los pies del tirano a su hija muerta a puñaladas. Y a este tiempo rogó el tirano a Diego García de Paredes que no lo consintiese matar de ninguno de sus marañones, y que lo oyesen primero, y lo llevasen al Gobernador y Capitán general, que quería hablar con ellos cosas que convenían mucho al servicio de Su Majestad; pero dos de sus marañones, y no poco culpados, que no se dirán sus nombres hasta que haya oportunidad, como le oyeron decir estas palabras, por temor de que no dijesen cosas que a ellos les dañasen y condenasen, con los arcabuces que traían le tiraron uno tras otro; y el primero arcabuzazo, que le dio algo alto encima del pecho, habló entre dientes, no se supo qué pudo decir; y luego como le tiraron el segundo, cayó muerto sin encomendarse a Dios, sino como hombre mal cristiano y, según sus obras y palabras, como muy gentil hereje, fundado en vanidad, porque le paresció a él que en aquello consistía su buenaventuranza en que le tuviesen más por animoso que por cristiano, porque había dicho muchas veces que, cuando no pudiese pasar al Pirú y destruirle, y matar todos los que en él estuviesen, que a lo menos la fama de las cosas y crueldades que hubiese hecho, quedaría en la memoria de los hombres para siempre; y que su cabeza sería puesta en un rollo, para que su memoria no peresciese, y que con esto se contentaba. Y ansí, fue su ánima a los infiernos para siempre, y dél quedará entre los hombres la fama que del malvado Judas, para blasfemar y escupir de su nombre, como del más malo y perverso hombre que había nascido en el mundo.

Muerto, pues, el perverso tirano, le fue cortada la cabeza por uno de sus marañones, y no poco culpado, llamado Custodio Hernández, que fuese con Pedrarias de Almesto a dar la nueva al Gobernador y Capitán general, que venían con toda la gente marchando hacia el fuerte, para que el dicho Pedrarias dijese la nueva cierta de la muerte del tirano, y también para que el campo del Rey viniese con menos zozobra; y luego que llegó el dicho Pedrarias, fue bien recibido por el Gobernador y todo su campo, y contó lo que pasaba, de que se rescibió gran contento; y luego vino todo el campo y dieron en el fuerte donde estaba el perverso tirano muerto, y en aquel suelo, todo arrastrado de los negros y indios; y el gobernador Pablo Collado mandó recoger las armas y municiones, y que le hiciesen cuartos al tirano, y lo pusiesen por los caminos alrededor de Barchicimeto, y así se hizo; y su cabeza fue llevada al Tocuyo, y en una jaula de hierro fue puesta en el rollo, y la mano derecha a la ciudad de Mérida, y la izquierda a la Valencia; y como si fueran reliquias de algún Santo, que no sólo se cumplió lo que él solo había profetizado de sí, pero aún más de lo que él pretendía y deseaba, para que todos se acordasen dél, y no peresciese su memoria perversa. Y, cierto, me parece que fuera mejor echalle a los perros que lo comieran todo, para que su mala fama peresciera, y más presto se perdiera de la memoria de los hombres, como hombre tan perverso, que deseaba fama adquirida con infamia. Decía este tirano algunas veces, que ya sabía y tenía por cierto que su ánima no se podía salvar; y que estando él vivo, ya sabía que ardía en los infiernos; y que pues ya no podía ser más negro el cuervo que sus alas, que había de hacer crueldades y maldades por donde sonase el nombre de Aguirre por toda la tierra y hasta el noveno cielo. Y otras veces decía que Dios tenía el cielo para quien le sirviese, y la tierra para quien más pudiese; y que mostrase el Rey de Castilla el testamento de Adán, si le había dejado a él esta tierra de las Indias. Decía que no dejasen los hombres, por miedo de ir al infierno, de hacer todo aquello que su apetito les pidiese, que sólo el creer en Dios bastaba para ir al cielo; y que no quería él los soldados muy cristianos ni rezadores, sino que, si fuese menester, jugasen con el demonio el alma a los dados; y así, era enemigo de los que traían cuentas o horas; y se las quitaba y rompía, y no las consentía traer, ni osaban rezar delante dél.

Muerto el tirano ya dicho, un lunes, a los veinte y siete del año de mil y quinientos y sesenta y uno, víspera de los gloriosos Apóstoles San Simón y Judas, desde a seis días que llegó a la Nueva Valencia y ciudad de Barchicimeto, habiendo mandado solo en su tiranía desde veinte y dos de Mayo del dicho año, que mató el tirano a D. Fernando de Guzmán, su Príncipe, hasta este día que murió, que fueron cinco meses y cinco días, habiendo muerto más de setenta hombres, y entre ellos frailes y clérigos y mujeres.

Viendo este dicho tirano, tres días antes de su muerte, que su gente se comenzaba a pasar al servicio del Rey, y que podría ser que, desbaratado contra su voluntad, porque le paresció a él que en la Gobernación de Venezuela que hubiera poca resistencia, y aunque no le esperaran, por la poca gente y armas que hay en ella, como hombre que no se acordaba de Dios, ni consideraba su gran poder, y que como cuando él quiere abate los soberbios por mano de los flacos y humildes, dicen que dijo: "Si yo tengo de morir desbaratado en esta Gobernación de Venezuela, ni creo en la fe de Dios, ni en la secta de Mahoma, ni Lutero, ni gentilidad, y tengo que no hay más de nacer y morir". Y así murió sin confesión, y a arcabuzazos, descomulgado de muchas excomuniones reservadas al Papa, así por las muertes de los frailes y clérigos, y un Comendador de Rodas, como por muchos incendios de pueblos, iglesias y otras cosas en esta Relación declaradas; habiendo dicho infinitas herejías, sin ninguna muestra ni señal de arrepentimiento ni de cristiandad; por donde se puede entender qué tal estará su ánima, pues murió hereje descomulgado, sin haber absolución de sus excomuniones.

Era este tirano Lope de Aguirre hombre casi de cincuenta años, muy pequeño de cuerpo, y poca persona; mal agestado, la cara pequeña y chupada; los ojos que, si miraba de hito, le estaban bullendo en el casco, especial cuando estaba enojado. Era de agudo y vivo ingenio, para ser hombre sin letras. Fue vizcaíno y según él decía, natural de Oñate, en la provincia de Guipúzcoa. No he podido saber quién fuesen sus padres, más de lo que él decía en una carta que escribió al rey Don Felipe, nuestro señor, en que dice que es hijo-dalgo; mas juzgándolo por sus obras, fue tan cruel y perverso, que no se halla ni puede notar en él cosa buena ni de virtud. Era bullicioso y determinado, y en cuadrilla era esto; y fue gran sufridor de trabajos, especialmente del sueño, que en todo el tiempo de su tiranía, pocas veces le vieron dormir, si no era algún rato de día, que siempre le hallaban velando. Caminaba mucho a pie y cargado con mucho peso; sufría continuamente muchas armas a cuestas: muchas veces andaba con dos cotas bien pesadas, y espada y daga y celada de acero, y un arcabuz o lanza en la mano; otras veces un peto. Era naturalmente enemigo de los buenos y los virtuosos, y ansí, le parecían mal todas las obras santas y de virtud. Era amigo y compañero de los bajos e infames hombres, y mientras uno era más ladrón, malo, cruel, era más su amigo. Fue siempre cauteloso, vario y fementido, engañador: pocas veces se halló que dijese verdad; y nunca, o por maravilla, guardó palabra que diese. Era vicioso, lujurioso, glotón; tomábase muchas veces de vino. Era mal cristiano, y aun hereje luterano, o peor; pues hacía y decía las cosas que hemos dicho atrás, que era matar clérigos, frailes, mujeres y hombres inocentes sin culpa, y sin dejarles confesar, aunque ellos lo pidiesen y hubiese aparejo. Tuvo por vicio ordinario encomendar al demonio su alma y cuerpo y persona, nombrando su cabeza, piernas y brazos, y lo mismo sus cosas. No hablaba palabra, sin blasfemar y renegar de Dios y de sus Santos. Nunca supo decir ni dijo bien de nadie, ni aun de sus amigos: era infamador de todos; y finalmente, no hay algún vicio que en su persona no se hallase. Residió en Pirú este tirano más de veinte años. Su ejercicio y oficio era domar potros ajenos, y quitarles los resabios. Fue siempre inquieto y bullicioso, amigo de revueltas y motines; y así, en pocos de los que en su tiempo hubo en el Pirú se dejó de hallar. No sé cosa notable en que había servido a Su Majestad; solamente fue con Diego de Rojas a la entrada de los Chunchos, y después que de allá salió con el capitán Pedro Álvarez Holguín, en favor de Vaca de Castro; y víspera de la batalla de Chupas, se escondió en Guamanga, por no hallarse en ella; y en el alzamiento de Gonzalo Pizarro, aunque fue por alguacil de Verdugo, se quedó en Nicaragua, y no volvió hasta pasada la batalla de Xaquixaguana, y muerto y desbaratado Pizarro. Y después desto, se halló en muchos bandos y motines que no hubieron efecto; y fue uno de los que mataron al general Hinojosa, Corregidor y Justicia mayor de las Charcas, con D. Sebastián de Castilla, y se alzaron contra Su Majestad; y después de muerto y deshecho el dicho D. Sebastián, este tirano, como principal en su motín, anduvo muchos días huido y escondido; y llamado a pregones, y sentenciado a muerte; y, ciertamente, no se escapara de las manos del mariscal Alonso de Alvarado, que con gran diligencia le buscaba a él y a otros muchos desta rebelión, sino que sucedió el alzamiento luego de Francisco Hernández Girón; por lo cual gozó de un perdón general que los Oidores del Pirú dieron, en nombre de su Majestad, a estos y a todos los demás que se hubiesen hallado en este o en otros motines cualesquier, y delitos que hobiesen cometido, con que se metiesen debajo del estandarte Real, y sirviesen a Su Majestad en la guerra contra el tirano Francisco Hernández Girón. Y así éste, por gozar deste perdón, hubo de ir por fuerza con el dicho Mariscal; y a este Aguirre le hirieron una pierna. Era tan bullicioso y mal acondicionado, que no cabía en ningún pueblo del Pirú; y de todos los más estaba desterrado, y no le sabían otro nombre sino Aguirre el loco. Estuvo asimismo preso en el Cuzco, porque dijeron, y así fue verdad, que él y a un Lorenzo de Calduendo hacían cierto motín para se alzar contra Su Majestad. Tuviéronlo ya para ahorcar, y, viéndose perseguido de todos, por sus delitos y excesos, acordó de se venir a esta jornada con el gobernador Pedro de Orsúa; y esto, más por la fama que hubo en Pirú que Pedro de Orsúa juntaba gente para se alzar, que no por deseo que tuviese de entradas. Y llegado a los Motilones, como él conosció que Pedro de Orsúa no era hombre de los que él pensaba, y le halló tan servidor del Rey, quiso concertar de matar allí a Pedro de Orsúa, y alzar por general a Martín de Guzmán, para que volviesen sobre el Pirú, como se ha dicho, que él lo trató con un Gonzalo Duarte; y ansí él fue la causa principal de la muerte del gobernador Pedro de Orsúa, matando a todos los que tenemos dichos; y hizo las crueldades y maldades que hizo, y otras muchas. He querido contar esto tan a la larga, por causa que este tirano publicaba que se había alzado porque había servido a Su Majestad veinte y cuatro años en Pirú, y que no había habido remuneración de sus servicios; para que los que esto viesen y supiesen, entiendan qué tales fueron sus servicios, y el galardón que merescía por ellos; y cómo Su Majestad y sus ministros, de quien él se quejaba, se habían habido con él harto benignamente, pues no le habían quitado la vida, meresciendo tantas veces la muerte.